En 1865, Claude Bernard, a menudo considerado el padre de la fisiología, proponía el concepto de homeostasis. El término nacía a partir de la necesidad de explicar la forma en que los organismos vivos se autorregulan para mantener una condición constante y estable. Apoyados en el intercambio de materia y energía con el entorno, los organismos son capaces de mantener condiciones fisiológicas que se mantienen relativamente equilibradas. Estas condiciones pueden ser, por ejemplo, temperatura corporal o niveles de oxígeno en la sangre, las que, ante alteraciones pequeñas en sus niveles, pueden significar un estado de enfermedad que representa una amenaza al funcionamiento completo del sistema.
La homeostasis es un equilibrio dinámico, un equilibrio en movimiento. Este ocurre en muchos campos del conocimiento, y podemos encontrar casos a primera vista muy lejanos a la ecología. En la economía, por ejemplo, ocurre un fenómeno de equilibro dinámico entre oferta y demanda: ambas funciones se equilibran para una cantidad Q de bienes transferidos mayor a cero.
Ahora bien, en los ecosistemas naturales, aparte de la homeostasis que cada organismo lleva a cabo en forma interna, ocurre un fenómeno de equilibrio dinámico en su conjunto. Mediante éste, el ecosistema se autorregula evitando la tendencia de desequilibrio originada, por ejemplo, por el crecimiento de la población de una de sus especies. Un ejemplo de esto puede ser un ecosistema donde conviven zorros y conejos en una relación depredador-presa. El aumento en la población de conejos implica una mayor oferta de alimentos para zorros, que aumentarán su población. Pero al aumentar éstos aumenta también la amenaza de depredación hacia los conejos, con lo cual la población de éstos disminuye, y debido a esto también la de zorros, y así hasta alcanzar un equilibrio en la cantidad de individuos de cada especie, cuyo valor en el largo plazo es por supuesto diferente de cero para ambas (en ese caso, hablaríamos de equilibrio estático).
Hoy en día, somos nosotros, los seres humanos, quienes pretendemos ir más allá del equilibrio: nuestra idolatría por un sistema que cree en la curva exponencial, en el desarrollo económico de derivada positiva, siempre creciente, nos hace violar las reglas de cooperación ecosistémica que permiten la homeostasis, según las cuales ninguna especie puede crecer por sobre la capacidad de carga del sistema en su conjunto. Pero al creer que no somos parte de la naturaleza, que estamos por sobre ella, asumimos que aquellas reglas universales no se aplican a nosotros.
Individualmente, un organismo enferma en el momento en que requiere energía extra para mantener la homeostasis (una aspirina es, por ejemplo, una cuota de energía extra que tomamos para volver al equilibrio dinámico). Lo mismo pasa con las poblaciones de individuos, y aquí volvemos a nosotros, a los humanos: no nos basta con la energía que la biósfera tiene para nosotros –biocapacidad como energía-, actualmente consumimos más que la capacidad ecológica del planeta de sostenernos, y ese excedente que permite a corto plazo mantener la sociedad, es la cuota de energía que requerimos para estar en forma forzada en condiciones homeostáticas. Pero ningún enfermo lo será toda la vida: o se mejora -viviendo sin esa cuota extra-, o muere.
Nosotros tenemos entonces la pelota: antes que la biósfera logre frenar nuestro desarrollo civilizatorio -mediante los finos procesos ecológicos que permiten la homeostasis-, podemos optar por un sistema distinto y sustentable que no busque el crecimiento sostenido, pero que sobre todo asuma que somos naturaleza y que sus reglas, pulidas durante los tres mil millones de años en que ha habido vida en la Tierra, también se aplican a nosotros.
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